Woody Allen ha dado
a luz a un nuevo retoño. Nunca falla. A la sombra del sueño americano, fuera de
los focos, también existe el precipicio.
Se sirve de un puzle de vivencias presentes en-garzadas con analepsis,
que escapan de su recurrente área de confort. Una partida de pimpón.
Se retrata el
pretérito perfecto de Jasmine en la Gran Manzana. Estampa tradicional del ganador
de cuatro Óscar. Una mujer de alta
alcurnia que vive una vida más que acomodada. Educada, estilosa y caprichosa. Vive en una choza de lujo con servicio doméstico.
Anfitriona de ágapes distinguidos como máximo cometido. Queso con uvas. Martini
con una filigrana de limón. Y pilates y yoga para recuperar la línea de la
superficialidad. Escapadas frecuentes a Mónaco y Saint Tropez para ver el
cielo siempre azul. O caer en Viena para atiborrarse de tarta de chocolate. Cegada por El
Dorado olvida su sangre. Nunca se ha preocupado por el coqueteo de su hijo
con las drogas. Su marido, que presume de ayudar en obras benéficas, se ha bañado de oro con negocios ilícitos.
Pero ella no lo quiere ver. Él ha tenido aventuras durante años. Cuando Jasmine
abre los ojos ha de renunciar a los privilegios. Ese es su angustia, su
desamor.
San Francisco
simboliza el descenso al Hades. Su reclusión en el Alcatraz de la
desesperación. Turbulencias. Un Oeste sin conquistar. Atiborrada de pastillas, rota por dentro, ha
de recurrir a Ginger, hermanastra de la
que siempre se avergonzó. Repudia cada uno de los amores de la humilde cajera,
toscos y asilvestrados. Sin paciencia para domar a dos niños bañados en cola.
¿Las personas pueden
reinventarse? Con prejuicios para trabajar en ciertos sectores la cata-pulta
más rápida al bienestar es encontrar a un buen partido. En una fiesta conoce un
pudiente aspirante a congresista. El perfil perfecto. Es un tren que no dejará
escapar, aún a costa de decorar su vida de mentiras. El amor es eterno
mientras dura.
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