La isla de Santa Margarita,o de los conejos, lleva habitada desde la época romana. Es el pulmón de la ciudad, un remanso de paz donde se aglutinan los sin techo; quizá subsistan reciclando vidrios en el Spar; allí, las cajeras de ojos claros se toman su tiempo sin importarle que su foto nunca aparezca entre las empleadas del mes.
A media subida a la colina Gellért hay una estatua en bronce del patrón de Budapest. En el siglo XI unos paganos martirizaron a este obispo arrojándolo desde lo alto en un tonel. Buena panorámica del blanquecino puente de Erzsébet. Tras un paseo campestre coronas la Ciudadela, obra decimonónica de los Habsburgo. Allí arriba domina el Monumento a la Liberación que conmemora la liberación de Budapest por el ejército ruso. Una paradoja pues en noviembre del 56 ya sintieron la necesidad de rebelarse ante el asfixiante control soviético del Pacto de Varsovia; tres mil húngaros fallecieron, como aquellos obreros mártires de la isla de Csepel, corazón de la industria metalúrgica.
Una senda desemboca en la pintoresca iglesia rupestre. Fe en las cavernas. Parada obligatoria en el balneario, que se encumbró con un anuncio de yogures. Sus aguas carbonatadas gaseosas llegan a los cuarenta y ocho grados. ¿Quién no se relajaría aquí? El barbado de la tienda de souvenirs te explica, sin pausas ni derecho a réplica, toda la mercancía de memoria; dice hablar hasta quince idiomas.En la terraza del hotel una orquesta interpreta melodías de los sesenta. Regreso al mundanal ruido por el Puente Szabadsag.
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