*Basado en una historia real
Un reloj. Cada día
acudía al mediodía a su cita. Saludaba a todos. Bueno, a todos menos a la sosa
del sótano. Se había ganado su indiferencia. Cogía los ocho periódicos con
ambas manos. Dispuesto a saborear el papel. Nunca morirá. El único que no buceaba
entre apuntes, libros o aparatos eléctricos. Un tipo peculiar. La política y
las hojas salmón se las saltaba.
Hojeó una vez más
la historia de esa muerte prematura. Morbo, curiosidad, lástima ¿Qué se
yo? Se tocó la sien con cara de
molestia. Esta vez ni llegó a sudar…
-Chaval, ¿Estás bien? ¿Llamo a una ambulancia?
Otra vez. Otro medio minuto en el que el mundo corre sin
percatarse. Tenía la tez blanca. Estaba noqueado. Disecado con la frente sobre
el bíceps. Al menos, en esta ocasión, no cabeceara el suelo. Pidió que lo
acostaran en el piso y le levantaran las piernas. Pero tranquilizó a la
bibliotecaria. Y a los otros dos que acudieron a socorrerle. “No es
la primera vez, ni será la última”.
Explicó que había desayunado contundentemente. Y que
la razón era una, su aprensión. Aquel
pánico a las agujas en su niñez, esa
lucha infructuosa contra las conversaciones de sangre, esta reflexión sobre los
finales prematuros o dramáticos.
El cariño de los
rescatadores fue de agradecer. Él se sentía cómodo en su papel de víctima. Le
trajeron una infusión con demasiado azúcar en la zona abisal. Lo arroparon hasta que, por su propio
pie,volvió a sentarse nuevamente. “Y tengo la tensión baja”. Tras el baño de
solidaridad dejó ir a todos a cumplir sus quehaceres. Ya repuesto, le hicieron llegar una pulga de
jamón. Y hubo de ser casi desagradable
para poder rechazar la tarta de Mondoñedo de
postre. “Vale la pena estar
indispuesto, oye”. Se despidió, si cabe con más ademanes que de costumbre, y emprendió camino a casa. Contento. Se recuerdan
más las zancadillas que las manos tendidas. Y resignado. El apetecible sol de
abril no era el mejor amigo. La sombrilla y toalla no salieron del maletero.
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