lunes, 25 de julio de 2016

Por qué nuestras calles se llaman así







Mi profesor Ramón Villares habla con ternura sobre Compostela. 
Artículo que apareció publicado en las páginas locales de La Voz de Galicia en el año 2010  






Gracias a Ramón Villares, por iniciativa de Los Lunes del Ateneo, ya puedo imaginar la Compostela de la época decimonónica. Lugín, autor de La Casa de la Troya, habló de “pueblo rutinero y culto al quietismo”. Santiago era tan “levítica” que en la Gaceta de Galicia se publicó que aquí sólo había “un arzobispo, un seminario y cien campanas”. Aunque algún liberal celebró la Constitución de 1812, según el cronista Pérez Constanti. ¿Verdad que le suena el nombre?


En los cuarenta se dinamiza la incipiente industria con la llegada de comerciantes cameranos, vinculados a la lana, y vasco-franceses, que trabajaron el cuero en zonas como Guadalupe o Pelamios; empleaban la corteza de roble y quizá sean, en parte, culpables de su progresiva deforestación y del llanto de Rosalía. Y se acaban reagrupando todos los mercados en la actual plaza de Abastos. De ahí topónimos como Praza da Pescadería Vella. 

Dende 1873 muchas materias primas llegaron gracias a la conexión ferro-viaria de Santiago, en concreto Cornes, con “su puerto marítimo”, Carril. Por fin creció la población que llevaba todo el siglo estable en veinticinco mil personas.
A fines del XIX se aprovechó del tirón de la Universidad, aunque de no ser por la tenacidad de Alfredo Brañas se hubiese perdido la Facultad de Leyes.

Con la reinvención de la tradición jacobea se recobró la gloria del medievo. El arzobispo Payá y Rico promovió las excavaciones arqueológicas en la Catedral; en 1879 aparecieron restos humanos; “no parece temerario” decir que co-rrespondían al apóstol Santiago y a sus discípulos Atanasio y Teodoro. Hasta León XIII lo corroboró y comenzó a promocionar las peregrinaciones.
Villares nunca oculta su veneración por Montero Ríos, “el segundo apóstol”. El jurista temía que Santiago perdiera protagonismo con la creación de las cuatro provincias gallegas, y por eso tenía un cuadro en el Pazo de Lourizán donde a la actual capital le otorgaba simbólicamente el derecho de ser la quinta.


Al morir Don Eugenio se levantó una estatua en el Obradoiro para recordarlo; apenas una década después, tras las críticas de Castelao que lo consideraba un cacique, se llevó a la tranquila Mazarelos. Torrente Ballester, en cambio, recuerda con orgullo que este ilustre compostelano estampó su firma en el Tratado de París, donde admitía, sin dramas, la pérdida de las últimas colonias.

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