Un viaje por cuatro pueblos de la costa del Adriático
Trescientos kilómetros de litoral que fueron alabados por Lord Byron. Con precios algo menos asequibles que los países vecinos. Los gatos están acostumbrados a los turistas, los menudos son muy solicitados. Uno me golpea la entrepierna por no compartir mis viandas.
El bus rueda a poca velocidad y no se marea tras una emboscada con curvas de herradura. Nos suelta en el arcén. Desciendo por escaleras hasta llegar a Perast, emplazamiento precioso para celebrar mi cumpleaños. Una romántica aldea con palacetes e iglesias barrocas donde la torre afilada de San Nicolás se cuela en todas las fotos. Si no reservas olvídate de conseguir mesa en el restaurante fino desde las ocho de la noche.
La entrada a la estrechísima playa es por el Bar Pirata. Cuando pasa un barco nos regala olas. Un chico lee en voz alta a su novia que escucha recostada sobre su torso, al cabo de un tiempo cambian los papeles. También hay muellecitos para tomar un baño de forma casi privada. Casi accesibles a nado dos islotes, San Jorge y Nuestra Señora de las Rocas.
En la montaña hay varios focos pequeños de fuego. El camarero cree que
se deben a una descarga eléctrica. La lluvia fina salvó a Gaia. Por la mañana
aún olía a humo.
Llegué a Kotor justo cuando había
terminado el Carnaval de Verano. La cuidada zona monumental, casi un triángulo
perfecto, recuerda a Dubrovnik. Me pego un chapuzón.Un chico noruego lee un
libro de Jack Reader; coincidimos ambos en nuestras novelas por el capítulo 11
y la página ochenta y pico.
Cobran ocho euros por subir a las fortificaciones de la ladera. A media ascensión, la Iglesia de Nuestra Señora de la Salud.En el templo abandonado oigo un ruido. Son murciélagos jugueteando en el techo. No quieren mi sangre. En la fortaleza ilírica de San Juan me siento como un sherpa ante la bandera montenegrina. Una panorámica espectacular del único fiordo de la Europa meridional. Aunque muchos expertos opinan que es el cañón de un río extinto y la bahía son los restos del cráter de un volcán. Siempre con un crucero atracado respirando belleza.
Si te gusta el sosiego Budva
no es tu lugar. La playa está ajetreada pese a que la jornada está nublada. No
coge un alfiler. La música disco invade el ambiente a media tarde. Un
mundo capitalista y recreativo donde puedes comprar casi todo. Helados, comida rápida, tatuajes de henna,
cochecitos para los niños… El paseo es una pasarela de cuerpos en traje de
baño. Vigilados por grúas, hay muchos altos inmuebles a medio construir. El
curso del antiguo riachuelo se ha convertido en un aparcamiento.
En el casco viejo la iglesia más destacada es San Iván, templo gótico
también conocido como Juan Bautista. Unas
niñas ordenan con mimo unas conchas para venderlas a los turistas.
En el sendero hacia la Playa Mogren una bailarina solitaria danza sobre los peñascos. Cuenta la leyenda que espera por un marinero que jamás regresó. El muelle de San Blas. Atrás la Sveti Nikola, isla que parece un pecio a medio sumergir.
Al norte, casi furtivo, el Monasterio Podmaine que guarda unos interesantes frescos. Junto a la estación, el lujoso Hotel Mercur tiene tortugas pastando en un césped impecable.Camino de Albania. Ulcinj ya se ve más árabe. Mezquitas, zocos y velos. Se escuchan las llamadas a la oración. Menos gente se defiende en inglés. Cuentan con orgullo que el manco de Lepanto pasó aquí cautiverio. El anfitrión de la pensión me cuenta que elabora piezas con madera de olivo.
La zona
vieja está muy apagadita. Tenía volcadas muchas expectativas en en el Restaurante
del Pescador pero los mejillones son los nietos de los gallegos.
Los pubs se arremolinan abrazando a la Playa Pequeña. La arena oscura tiñe el color del agua turbia. La Playa Liman es mucho más acogedora dado su intrincado acceso. El mar es más cristalino. ¡Qué torpe soy caminando sobre guijarros!
En la cercana iglesia de San Nikolas, con un cementerio anexo con vistas, los monjes venden sal marina y aceite de lavanda.
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