en la Ciudad de la Cultura de Santiago
Santiago el Mayor
fue uno de los tres apóstoles más cercanos a Cristo junto con su hermano Juan
El Evangelista y Pedro. Todos ellos estuvieron presentes en la Transfiguración
de Jesús. Era hijo de Zebedeo y de Salomé, de quien se dice que era hermanastra
de la Virgen María.
Al morir El Mesías se
le encomendó la predicación en el Noroeste de Hispania. Galicia era un pueblo
pagano y sus teorías tardaron en calar. En varias ocasiones se desesperó. Hacia el año 40 se le apareció la Virgen en Caesaraugusta para consolarlo. Allí se
edificó la Iglesia del Pilar.
En Judea también se
encontró con opositores a sus ideas y Herodes Agripa le cortó la cabeza, que
algunas fuentes sitúan hoy en Portugal. Sus seguidores subieron sus restos a un
barco sin timón. Su cuerpo entró en Galicia por el Ulla a contracorriente. Su
cadáver fue depositado en una losa de piedra que se convirtió por gracia divina
en un ataúd. Este detalle lo plasmó en un cuadro el Maestro de Astorga a
comienzos del XVI. La descreída Reina Lupa ató el sarcófago a unos toros
salvajes que se convirtieron en mansos bueyes. Y se convirtió al cristianismo.
El ermitaño Pelayo
descubrió gracias a unos destellos de luz la tumba de Santiago y sus
discípulos Teodoro y Atanasio. Avisó a Teodomiro, obispo de Iria, quien
contactó con el monarca Alfonso II el Casto. Pronto el edículo simbolizó la
protección divina a las monarquías hispánicas.
La primera
intervención mítica de Santiago en la Reconquista fue en la Batalla de Clavijo,
que Compostela recuerda en su actual callejero. Ramiro I de Asturias pagaba anualmente como
tributo cien doncellas a los reinos musulmanes. Era algo insultante. Su
negativa desencadenó en enfrentamiento bélico en esta localidad riojana en el
año 844. El Apóstol suele representarse montado en su blanco corcel con los
“bárbaros y despiadados” sarracenos a sus pies.
Las crónicas
cristianas relatan la aparición de Santiago y San Millán en la Batalla de
Simancas. Y ambos bandos coinciden en señalar un eclipse solar en esos primeros
días de agosto del 939.
Santiago obró
milagros entre los peregrinos piadosos. Una vez se acusó injustamente a un
padre y su hijo de robar una bandeja de plata en una posada; iban a colgar al
niño pero el Apóstol intercedió y le salvó la vida sujetándolo en el aire. En
otra ocasión resucitó a un romero que enfermera para ensalzar al amigo que lo
acompañó frente a los otros que continuaron la ruta. Ese era el espíritu del
Camino. En esta iconografía aparece con la concha, símbolo de pureza.
Durero hizo un
retrato de Santiago en 1516. Fue traído, con todas las medidas de seguridad,
desde la Galería Uffizi de Florencia. No mira al espectador. Está atormentado. Se
representa anciano cuando se sabe que murió sin cumplir los cincuenta. El
fondo neutro es anticipo del Barroco. El artista alemán, como Zurbarán,
también pintó su martirio antes de ser decapitado.
En cambio Murillo
lo retrató más consagrado y seguro de sí mismo. Una obra donde dominan los
claroscuros. Lleva su capa roja, iconografía de Santo Mártir, y el Libro de los
Apóstoles. Al maestro sevillano no se le escapa un detalle; hasta se aprecian
las uñas manchadas de tinta.
La devoción por
Santiago atacó a Carlomagno, Carlos V, Velázquez o Quevedo. El humilde pescador
se convirtió en el patrón de España pero no de Compostela que paradójicamente
reza a San Roque y Santa Susana. En la
Catedral se substituyó la esclavina que lo amanta en 2004. Y caminando,
caminando se forjó Europa.
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