*Un paseo sensorial por las dos principales ciudades del país más grande de África
*Publicado en El Faro de Vigo (10-V-24)
Ir a Argelia en Ramadán impone mucho. Y más, cuando te percatas de los trámites y el precio que te cuesta conseguir el sello en tu pasaporte. La luz verde para entrar en el país más grande de África. Te reto a que intentes conseguir una guía de viajes en la biblioteca. Al mediodía casi la totalidad de los restaurantes permanecen cerrados. Si algún extranjero desea comer debe hacerlo en un rincón discreto por respeto.
Todos van con prisa en ORÁN, sobre todo en la carretera que lleva al puerto. Las bicis parecen motocicletas. Los conductores, cuando un peatón se asoma a un paso, no es que aminoren sino aceleran su vehículos. No me extraña que el porcentaje de retrovisores rotos o pegados de aquella manera sea altísimo.
Pregunto al de la tienda de telefonía donde puedo cambiar moneda. Me conduce a una galería cercana y allí se encarga otro dependiente. Desconfío un poco de este mercado clandestino y no cambio todo mi cash. No conozco ni el color de los billetes argelinos. Me ofrecen por cada euro 220 dinares cuando el cambio oficial en un banco estaría máximo a 150. Satisfecho. Siempre que no me hayan timado.
El mercado es inmenso, maravilloso. Algunos, de pie, venden apenas uno o dos objetos de segunda mano. Pero no me encuentro muy seguro porque caminamos apelotonados, rozándonos con los hombros y recibiendo pisotones del de atrás.No quiero emboscadas y busco calles más espaciosas aunque se pierda el encanto.
Fotografío una placa dorada de un edificio militar que representa a un arma de fuego. De repente aparece un individuo cuestionando mi actitud. ¡Si no he captado a ningún soldado! Es muy pegajoso y no tengo nada que ganar. Acelero el paso y gano tiempo cuando se le caen las gafas.
Una situación igual de desagradable me ocurre cuando hago un par de fotos panorámicas a la Plaza de Armas. Se me acerca un padre molesto por si he captado a sus hijos que se arrastraban por una rampa a modo de tobogán. Lo veo tan airado que no me interesa defenderme y finjo no entender apenas ni el inglés. Se va y no me molesta más. Ni yo a él.
Me hacen la mítica foto en la Disco Maghreb. La resucitó para el gran público una canción de Dj Snake. El rótulo destartalado en forma de videocasette le aporta un punto vintage. El fotógrafo parece local pero dice que es turista también. Me dice que la cámara de su amigo es mucho mejor que la mía. Eso ya lo sé yo. Me manda ladear la cara hacia mi derecha y levantar un poco la barbilla. El efecto despistado para que quede más molón. Un gato callejero le da color a la imagen.
Hay zonas, muy cerca de los atractivos turísticos, que parecen un escenario de guerra. Cascotes y basura. Un puñado de personas me aconseja no ir solo al Fuerte de Santa Cruz, que se divisa desde cualquier punto en lo alto de la montaña. "Es mejor que vayas con guía o que un taxi te espere hasta el regreso". Que puede haber asaltos, que la policía no da abasto allí. No sé si es verdad o si quieren que contrate un servicio. Lo medito con la almohada. Me fastidia rajarme pero mi vida vale más que unas fotos de halcón para presumir en las redes.
Recorro una larga avenida en sentido contrario al centro. Mi objetivo es el Instituto Cervantes. De su privilegiada terraza asoma la bandera rojigualda. Se divisa el Hotel Rodina y toda la zona sur de la ciudad. En una de las aulas un póster de Rosalía de Castro. Me atiende Ismael con mucho entusiasmo. Es un enamorado del teatro que consigue llevar a su grupo a muchas ediciones del Festival Etnosur. Cuenta que mucha gente de avanzada edad todavía habla español.
Para cenar elijo un restaurante que expone unas brochetas apetecibles. También me bebo una harira. Comienzo poco a poco pero voy añadiendo más viandas a mi menú. Charlo con un jubilado muy amable que se sienta en mi misma mesa. Trabajó en Castro Urdiales y en Cataluña. Al fondo del salón veo al chico amable que manejaba la parrilla lavándose los pies.
El taxista de Orán es cercano y amable. Si te mensajeas con él por teléfono solo dice "ok" porque confiesa que su inglés es pobre. Llega más de media hora antes de la hora acordada y por supuesto no estoy listo todavía. Me tiene toda la carrera hablando sobre la importancia de creer en la divinidad. Es más divertido cuando se queja de que su coche es chino y por eso hace ruiditos y se le apaga el motor con frecuencia.
Llego al aeropuerto. La chica de seguridad no me quita ojo. Parece que le he gustado. Hasta sus compañeros se burlan de ella. El más veterano, crecido por su uniforme, no permite de ninguna manera que me siente en el suelo.
La avioneta que vuela entre las dos ciudades costeras es de formato bolsillo. Sólo se puede acceder por la puerta trasera. 17 filas con apenas dos asientos a cada lado del pasillo. Dos de los tres miembros de la tripulación deben apartarse para no entorpecer el embarque. Viajan los del equipo del Kouba, un barrio de la capital, que han caído al segundo puesto de la división de plata. El simpatiquillo del grupo me intenta convencer para que me cambie de sitio para que él pueda conversar con su compañero. Accedo a pesar de que al ir en ventanilla rozas la cabeza con el techo. Además el jugador tranquilo me clava varias veces el codo como si fuera un férreo marcaje. Dos hermanitas gemelas son la atracción de los que estamos cerca. Una se pone a meterle el dedo en la boca a la otra y le da un cachetito; la otra no protesta. Una señora, con sueños de maternidad, arrebata una de las crías y le toma en el regazo para hacerle unas gracietas. La madre, entre resignada y perpleja, reacciona con un "bye, bye!"
ARGEL, con un puerto tan próspero que tardé en encontrar una playa de arena. Eso sí con escavadoras trabajando en la orilla.
Dado el clima favorable es habitual que broten librerías callejeras. Y en los kioskos permanecen inmóviles varios señores leyendo la actualidad. El google antes del google.
En la Casbah las casas están apuntaladas para que no se derrumben. Las parabólicas crecen más que las amapolas. Cables como lianas. Pese a todo la sensación es de tranquilidad. Niños jugando al futbolín en la calle. Graffitis y banderas patrias. El té de menta más sabroso se toma en África. Gatos callejeros maúllan para que la vecina del tercero les tire comida por la ventana. No sé como no se desesperan los barrenderos. ¡Qué voluntad!
Compro un par de dulces. No me atreví con unos esféricos en un naranja muy vivo. Los señalo con el dedo pues no sé sus nombres. 130 dinares. Dudo si me ha dado bien el cambio. El pastelero,muy firme pero sin arrogancia,exclama "yo no soy árabe, soy berebere". Nos apretamos fuerte la mano mirándonos a los ojos.Me gusta hacer tratos con los hombres del desierto.
El teleférico de subida a Notre Dame no opera. Pues escaleras y senderos empinados. Sin turistas. "Ruega por nosotros y por los musulmanes". Está hermanada con la basílica de Marsella, otro templo levantado en suelo escarpado, al otro lado del Mediterráneo.
Cae el sol. En distintos puntos de la capital se celebra el iftar. Los organizadores te invitan a pasar con suma amabilidad. Los comensales esperan con tranquilidad. Comienzo a charlar con tres jóvenes por google translate. Mis pintas de turista son evidentes. A las 19:20, sin mucho preámbulo, comenzamos a tragar. El guiso con aceitunas y zanahoria está bueno aunque lleva mucho tiempo servido y se ha enfriado. La sopa, sublime. Algunos comparten viandas que han traído.
La Catedral del Sagrado Corazón parece la central nuclear del Señor Burns.Nació el mismo año que el país se quitó el yugo francés,1962. Su interior huele a incienso. Celebran una misa y me muevo sigiloso por su parte trasera. La que controla el acceso no me quita ojo. Se me acerca y con unos modales refinadísimos me invita a abandonar el recinto. "Déjame solo hacer una foto a eso, por favor" digo señalando a una especie de ventilador aéreo. "No".
Cojo el metro. Los letreros no están solo en árabe pero una joven con velo ve que dudo sobre la dirección de mi destino. Me ayuda amablemente. Le lanzo un puño en agradecimiento. Me dice "no puedo";. Sigue siendo encantadora.
Bajo a la altura del Museo de Bellas Artes. Es fácil desorientarse un poco en las 32 hectáreas del Jardín de Hamma. No todos los senderos son rectilíneos. Hay plátanos, palmeras y estanques. También ficus y cactus. Tan extenso que se ha tragado un zoo en su panza.
A la subida al teleférico me compro un imán. Souvenir barato para cumplir. El tipo, más pícaro que un español, me da la vuelta cortísima. Me pongo serio y reclamo lo restante. "Oh, I am sorry, my friend". No cuela. Al retornar a mi país leo que el magnético pone "Aleria". Vale, empate a uno.
Junto al Monumento a los Mártires me ofrezco para que dos amigos puedan salir juntos en sus imágenes. Son estudiantes del Chad, uno de ellos se forma para médico. Niños van en bici o patinete por la explanada. El soldado cree que sí pero el Museo Nacional tiene sus puertas cerradas.
Mi viaje toca a su fin. Había quedado encantado cuando un varón me permitió ir con él en su taxi y pagar una cantidad reducida. El taxista es un chico divertido, forofo del Madrid y, además del gps, lleva la clásica aplicación de ligar en el móvil. Quedé con él para que me viniese a recoger al día siguiente. Sin problema. Hasta bromeamos sobre mi baño en el frío Mediterráneo. Quedo esperando en la Plaza de los Mártires sentado sobre la acera. Pasan unos minutos y no llega. Le escribo "¿Te has olvidado de mí?" y adjunto carita tristona. Tengo que pedir otro. Suena música de Tarantino...